Neoextractivismo y violencia estatal: Defendiendo a los defensores en América Latina
Aldo Orellana López
ESTADO DEL PODER 2021
mayo 2021
El auge de los “commodities” a principios del 2000 amplió las fronteras del extractivismo y ha utilizado la violencia estatal, convirtiendo a América Latina en uno de los lugares más peligrosos y mortales para las poblaciones indígenas y los defensores comunitarios. Este ensayo, que se centra en Perú y Colombia, analiza la dinámica de la violencia estatal y las estrategias de resistencia eficaz.
“En La Guajira estamos resistiendo para no entregar ni un metro más de tierra”, nos explicó Samuel Arregocés, miembro del Consejo Comunitario de Negros Ancestrales de Tabaco en Colombia. “Este carbón es carbón de sangre, carbón de lágrimas, carbón de necesidad”, “Por eso nosotros estamos resistiendo contra el modelo extractivo, impuesto por esta nación”, afirma.1 Su experiencia de vida nos muestra la realidad del extractivismo en América Latina y la violencia que la acompaña.
En agosto de 2001, 400 familias de la comunidad de Tabaco fueron desalojadas por la fuerza para dar paso a la explotación de carbón de la mina a cielo abierto más grande de América Latina, El Cerrejón, actualmente de propiedad de las gigantes Anglo American, BH y Glencore. Previo al desalojo, la comunidad fue víctima del corte de servicios básicos, se quemaron sus viviendas, destruyeron el cementerio y les prohibieron el libre tránsito. Las casas que quedaban en pie tras incendiarlas fueron destruidas con excavadoras amparadas por la policía de Colombia.
La minería de carbón en La Guajira ha desplazado más de 25 comunidades indígenas Wayúu y afrodescendientes y ha secado y desviado más de 20 ríosimportes. Las organizaciones también sufren constantes amenazas por la defensa de su territorio. “Las personas que hemos estado liderando estos procesos hemos sido objeto de hostigamiento. Incluso hemos sido perseguidos por desconocidos”, dice.
América Latina es considerada como el lugar “más peligroso para ser defensor del territorio”. Datos de Global Witness indican que el año 2019, 148 de los 212 asesinatos de defensores de la tierra y del medio ambiente en el mundo tuvieron lugar en América Latina. Estos asesinatos y otro tipo de amenazas y hostigamiento se produjeron en contextos de conflictos mineros, de extracción petrolera y del agro negocio, principalmente.
Lo que sucede con El Cerrejón y las comunidades de La Guajira es un ejemplo de lo que Eduardo Gudynas ha calificado como 'Extrahecciones’2, para referirse a la “apropiación de los recursos naturales” de una forma violenta, mediante la transgresión de los derechos humanos y de la naturaleza. “Existen muchos ejemplos donde la extracción acarreó esas violaciones, tales como la afectación de la salud humana por contaminación, el desplazamiento forzado de comunidades o el asesinato de líderes comunitarios”, dice Gudynas.
A principios del siglo XXI, los altos precios de las materias primas en el mercado internacional incentivaron el aumento de las actividades extractivas para la exportación. Este llamado “super ciclo” generó mayor presión sobre los territorios y comunidades. Se incrementaron las resistencias protagonizadas por movimientos indígenas y campesinos fundamentalmente, pero también de organizaciones de la sociedad civil provenientes de las ciudades. Los niveles de conflictividad aumentaron en toda la región, así como la represión por parte de las fuerzas del Estado, la criminalización de la protesta y el asesinato de líderes ambientales y sociales. Maristella Svampa ha denominado a este periodo como la era del “neoextractivismo”.3
La era del neoextractivismo
‘El “neoextractivismoes un patrón de acumulación basado en la sobreexplotación de recursos naturales y que implica la expansión de las “fronteras del extractivismo” hacia nuevos territorios. Este periodo está caracteriza por lo que Svampa ha denominado como el 'consenso de las commodities’,4 , un “nuevo orden económico y político” sostenido por el boom de los precios de las materias primas y el incremento de la demanda global de recursos. La evolución de los precios de las materias primas fue constante durante los primeros años del nuevo milenio. El petróleo alcanzara os 140 dólares por barril el año 2008, cuando la crisis financiera hizo que cayera por debajo de los 40 dólares. A partir del 2009 el precio volvió a recuperarse hasta superar la barrera de los 100 dólares. Desde el 2014 el precio cayó muy por debajo de los 100 dólares, hasta su estrepitosa caída en la pandemia del COVID-19.
En el caso de los minerales, según UNECLAC, entre 2002 y 2008 se cuadruplicó el valor del volumen de exportaciones de productos mineros. Desde entonces, los precios han caído, pero el consumo y exportación de minerales ha continuado en aumento en términos de volumen. Por volumen, durante el superciclo la región pasó de exportar 289 millones de toneladas de minerales en 2002 a 443 millones tn en 2008 y 600 millones tn en 2017.
Este fenómeno fue bien recibido por todos los países de América Latina, que vieron en la extracción y exportación de recursos naturales, una nueva “oportunidad” para el desarrollo. Parte del beneficio fue destinado al aumento del gasto público para reducir la pobreza. Aunque hay diferencias entre los países, a nivel general, las políticas redistributivas y sociales permitieron que entre el 2002 y 2011 América Latina redujera la pobreza del 44% a un 31,4%, y la extrema pobreza paso de 19,4% al 12,3%.
En esta nueva etapa extractiva, China jugó un rol importante. Su ascendencia como potencia la convirtió en un importante comprador de diversos tipos de materias primas como minerales, hidrocarburos, productos del agronegocio, etc. China tiene relaciones comerciales con prácticamente todos los países de la región, desde gobiernos conservadores de corte neoliberal, hasta gobiernos progresistas de la llamada “marea rosa”. Más del 80% de las exportaciones de América Latina a China son materias primas o con poco valor agregado, mientras que la región importa todo tipo de productos manufacturados.
Las inversiones chinas también han aumentado en la región. Entre 2010 a 2015, las inversiones directas provenientes de China superaron los 64.000 millones de dólares, en su mayor parte destinado a actividades extractivas como grandes represas, infraestructuras, etc. Además, China se ha convertido en una fuente importante de préstamos para los países de la región, recursos destinados principalmente a impulsar proyectos extractivos. En 2015, el flujo de préstamos de China a América Latina alcanzó los 35.000 millones de dólares.
El alza de los precios internacionales y la expansión de la economía China remodelaron los presupuestos de los gobiernos de la región. En torno a 2010 comenzaron a impulsarse más proyectos de megaminería, explotación de hidrocarburos convencionales y no convencionales, expansión del agro negocio y construcción de grandes represas. Además, se impulsó la construcción de infraestructuras asociadas al extractivismo, como carreteras para el transporte de las exportaciones. La caída de los precios de las materias primas en 2013 y 2014 exacerbaron la intensificación y expansión de la extracción de recursos para compensar la reducción de los ingresos de las exportaciones. Como resultado crecieron los conflictos socioambientales y la represión violenta de comunidades en zonas de extracción.
Estos conflictos crecen cada año. Según datos del Observatorio de Conflictos Ambientales (OCMAL), en 2010 se registraron 120 conflictos mineros que afectaban a 150 comunidades en la región. En febrero de 2014 el número de conflictos subió a 198, con 297 comunidades afectadas y 207 proyectos involucrados. En enero de 2017 se registraron 217 conflictos que involucraban 227 proyectos y 331 comunidades. En 2018 OCMAL registró 259 conflictos. Hasta ese año, los países con mayor cantidad de conflictos son México (45), Chile (43), Perú (39), Argentina (29) y Brasil (26).
Rodrigo Lauracio, de la Red Muqui de Perú5, señala que los conflictos son ineludibles porque las actividades extractivas requieren territorios para operar. Las comunidades afectadas resisten porque ven un “riesgo de despojo de su territorio” y “un riesgo para su supervivencia”. Los conflictos a menudo conducen a la paralización de las actividades, lo que lleva a la represión y la violencia contra las comunidades.
Los asesinatos de líderes ambientales durante esta época también fueron alarmantes. Global Witness afirma que entre 2002 y 2013 se registraron 908 asesinatos en todo el mundo, de ellos, 760 –el 83%– casos sucedieron en América Latina. El 2016, más de la mitad de los 200 asesinatos a activistas sucedieron en esta región. El último informe de esta organización señala que 148 de los 212 asesinatos de personas defensoras de la tierra y del medio ambiente a nivel global, sucedieron en América Latina.
“El extractivismo es una característica estructural del capitalismo como sistema de acumulación mundial. Para que se produzca esta acumulación es necesario que existan zonas coloniales de sacrificio”, explica el sociólogo argentino Horacio Machado.
Este periodo de “reprimarización de la economía” en la región, exacerbó la “dinámica de desposesión y despojo de tierras, recursos y territorios”, que son considerados “áreas de sacrificio” para el progreso. Este proceso responde a un patrón que se viene reproduciendo desde la época de la colonia, en el que la región juega el rol de proveedor de materias primas al mundo. En la actualidad, cada país, de acuerdo a su especialidad, extrae y exporta una gran diversidad de materias primas. Y así como ocurría en la colonia, esta extracción se produce de manera violenta y destruyendo los territorios. Las operadoras de este extractivismo capitalista son principalmente las empresas transnacionales que operan en alianza con el Estado, cuyo cometido es garantizar la seguridad y generar un marco de condiciones económicas favorables a la apertura de la inversión extranjera en esta clase de actividades.
Seguridad pública y el papel del Estado en la globalización
En la era del neoextractivismo, uno de los roles principales del Estado, como agente que detenta el monopolio del uso de la fuerza pública, es la de garantizar la seguridad del capital transnacional invertido en operaciones extractivas.
Para Oscar Campanini6, del Centro Boliviano de Documentación e InformaciónCEDIB), “el Estado es fundamental para llevar a cabo el extractivismo”. Primero, porque necesita viabilizar las operaciones a través de la normativa y las leyes. También es protagonista a través de empresas estatales. Pero principalmente, es el Estado quien resuelve la contradicción en los conflictos a través de la violencia ejercida por los aparatos estatales, como la policía y las fuerzas armadas.
En las últimas décadas, varios gobiernos de la región han creado y fortalecido nuevas unidades policiales destinadas a controlar manifestaciones e intervenir en conflictos socioambientales. Una de estas fuerzas es el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) de Colombia, una unidad de la policía creada en 1999 y encargada del “control de disturbios, multitudes, bloqueos, acompañamiento a desalojos de espacios públicos o privados, que se presenten en zona urbana o rural del territorio nacional”.
Esta unidad se ha hecho famosa por la brutalidad con la que opera, especialmente en contra de comunidades indígenas y campesinas que resisten al desalojo de sus tierras para dar paso a la explotación minera, petrolera y la construcción de mega-represas. Sus intervenciones se producen repetidamente en el marco de conflictos socioambientales. El 25% de los conflictos registrados en Colombia entre 2001 y 2011 estuvieron relacionados con el petróleo, el oro y el carbón.
El ESMAD desalojó a la comunidad de Tabaco de Samuel Arregocés el año 2001. Muchas otras comunidades que resiste proyectos extractivos también han sufrido los ataquesdel ESMAD. Se trata de un “cuerpo policial que está marcado por 20 años de violaciones graves a los derechos humanos”, dice el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CAJAR). “34 personas han perdido la vida a manos del ESMAD en el marco de protestas sociales… ha incurrido de manera sistemática en torturas, tratos crueles e inhumanos y degradantes de sus víctimas”. A esta sistemática violación de derechos humanos se suma la sistemática impunidad que les encubre. No existe una sola sentencia condenatoria por los homicidios y torturas cometidas”.
Un informe de la ONG Temblores afirma el Centro de Documentación e Información Bolivia (CEDIB) que el ESMAD contaba con 1.352 efectivos el año 2006, cifra que se incrementó a 3.328 el año 2018. Su presupuesto ronda los 13 millones de pesos colombianos, unos 3,5 millones de dólares. CAJAR afirma que el Estado colombiano destinó entre 2001 y 2018, la suma de 84.700 millones de pesos para su funcionamiento, es decir, unos 23 millones de dólares al cambio actual.
Este caso ilustra la forma en que la fuerza pública “opera de oficio” en situaciones de conflicto y es funcional al extractivismo. No obstante, el blindaje de las operaciones extractivas y de las empresas transnacionales va más allá. En Perú, por ejemplo, la organización Earth Rights International (ERI) ha puesto de manifiesto cómo la ley “faculta a la Policía Nacional pactar acuerdos con empresas privadas con el fin que efectivos policiales presten sus servicios como agentes de seguridad privada en las instalaciones y áreas de influencia de los proyectos extractivos, a cambio de una contraprestación económica”. Según esta organización, se firmaron al menos 138 convenios entre los años 1995 y 2018. De ellos, 109 fueron suscritos antes del 2017 y 29 se encontraban vigentes en 2019. De facto, el Estado se está convirtiendo en una fuerza de policía privada para el capital transnacional.
Katherine Paucar7 de ERI, afirma que “el Estado ha ido generando de forma paulatina mecanismos que le han permitido garantizar que los recursos sigan siendo explotados en los territorios de los pueblos indígenas. Esto conduce a la violación de sus derechos ”.
Transnacionales gigantes como Anglo American, BHP, Glencore, Southern o Newmont son propietarias de las empresas operadoras que firmaron convenios con la policía en los últimos años. Las empresas brindan apoyo logístico a la policía, servicios básicos, equipos de comunicación, alimentación, vehículos, internet, material de escritorio y otros bienes. Según ERI, entre el año 2010 y 2018, la Policía recibió 45.500 millones de soles (más de 12.200 millones de dólares) por el pago de sus servicios de seguridad.
La mayoría de las intervenciones policiales se producen en contextos de conflicto, algo muy frecuente en Perú. Según la Defensoría del Pueblo del Perú, entre diciembre de 2019 y diciembre de 2020 se registraron 197 conflictos, de los cuales 129, el 65%, era conflictos socioambientales.
ERI concluye que en Perú “la función policial se ha privatizado”, y los acuerdos se utilizan “como estrategia del Estado para garantizar el normal desarrollo de las actividades extractivas, en el marco de su política extractivista”.
Esta doctrina de seguridad responde a una doctrina económica y a una agenda para abrir la región a las inversiones y flexibilizar las normas ambientales aprobadas en la década de los 90 y reforzadas en la era del consenso de las commodities. Se trata de una tendencia regional, en donde países como Perú y Colombia constituyen casos emblemáticos.
Hace dos décadas se implementó en Colombia la llamada política de “seguridad democrática” y “confianza inversionista” que consiste en la apertura económica y el fortalecimiento de la seguridad de la inversión extranjera. Bajo esta lógica, se crearon en el país los denominados “batallones mineros, energéticos y viales”, conformada por las fuerzas armadas de Colombia y cuya tarea era proteger las actividades extractivas, las infraestructuras y las vías de comunicación principales de cualquier ataque. Para ello se militarizaron y fueron patrulladas áreas enteras. En 2012, el entonces ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, señaló que la protección de las infraestructuras minera, energética y vial del país, “no es solo un deber sino una prioridad, porque a través de esa infraestructuras se mueve la riqueza de los colombianos, generando empleo, oportunidades y desarrollo”.
Estos batallones funcionan al amparo del gobierno, pero las compañías extrativas también pueden contratar sus propios servicios de seguridad. El año 2014 salió a la luz la existencia de convenios de seguridad entre las empresas extractivas y los batallones minero energéticos. El Gobierno colombiano justificó esta práctica por la existencia del conflicto armado interno. Investigaciones de la organización colombiana Tierra Digna señalan que hasta 2015 existían al menos 21 Batallones Especiales Energéticos y Viales en Colombia. También reveló que entre 2001 y 2013 se firmaron 103 convenios, por los cuales las empresas pagaron 45.000 millones de pesos colombianos (unos 12 millones de dólares) al Estado por los servicios de los batallones. Firmas como Glencore, Anglo American, BHP, AngloGold Ashanti y Drummond, entre otras, pagaron por estos servicios.
El objetivo final es “robustecer las fuerzas armadas en todo el territorio nacional y expandir el sector minero-energético para convertirlo en el principal sector económico”. Se trata de “una política de seguridad para el extractivismo”, afirma la organización colombiana Tierra Digna.
Una consecuencia de estas políticas de seguridad es la creciente impunidad. En el caso de Perú, según Rodrigo Lauracio, existe una "Ley de Protección Policial” que “sobreprotege” a los policías cuando utilizan sus armas en situaciones de conflicto. "Los agentes de policía no pueden ser juzgados en igualdad de condiciones, como otros ciudadanos", dice. Esta ley favorece el uso desproporcionado de la fuerza, lo que conduce a una mayor violencia e impunidad. Este es un patrón que se repite en otros países.
Un orden económico en favor del capital transnacional
Sin duda, todo este andamiaje jurídico económico es posible a través de la captura corporativa del Estado, un mecanismo por el cual las empresas transnacionales ejercen influencia para implementar leyes que les beneficien en diferentes ámbitos, desde la flexibilización de las normas ambientales a las leyes de seguridad. “Legislación por desposesión”, como lo denomina el profesor Miller Dussán, de Asociación de Afectados por la Mega-represa del Quimbo(ASOQUIMBO) en Colombia. Sin embargo, es importante señalar que este marco legal que prioriza el extractivismo no solo se limita a atender los intereses corporativos privados, sino que también atiende a las empresas estatales.
Este entramado político, económico y jurídico puede situarse en lo que William Robinson ha denominado como la “etapa transnacional del capitalismo global, caracterizada por el surgimiento del “capital verdaderamente transnacional” y por la integración de los países al “sistema globalizado de producción y finanzas” y a los “circuitos globales de acumulación”. En esta etapa, el nuevo “estado transnacional” genera las condiciones para la acumulación globalizada, promueve marcos legales regulatorios que lo facilitan, financian los sistemas que necesita el capital transnacional, y se convierte en un instrumento de coacción y control.
En la era del capital transnacional, existe un poder supranacional que ejerce un poder “de facto” sobre la soberanía de los estados. Se trata de una estructura global regulatoria basada en una amplia de red de tratados de libre comercio y de protección de las inversiones. En la práctica, esta red gobierna y regula el comercio y la economía global a través de la “Lex Mercatoria”, que conforma un nuevo orden económico y jurídico global en favor del capital transnacional. Este orden económico también “sobreprotege” a las empresas cuando las resistencias populares o las políticas públicas que benefician a la población afectan sus intereses. No es casualidad que la mayoría de los casos de resolución de disputas entre inversores y estados (ISDS, por sus siglas en inglés), demandas de las transnacionales contra los estados, sean en sectores extractivos, principalmente el minero. a global regulatory structure based on a vast network of free trade and investment protection agreements. In practice, this governs and regulates trade and the global economy via the ‘Lex Mercatoria’, which shapes the global economic and legal order in favour of transnational capital. This economic order also “overprotects” companies when popular resistance or public policies for the benefit of the population affect their interests. It is not by chance that most of the Investor-state dispute settlement cases (ISDS) lawsuits of transnationals against states, are in extractive sectors, mainly mining.
La profundización de esta etapa del capitalismo mundial trajo consigo una nueva ronda de expansión extensiva e intensiva del capital transnacional, que busca penetrar en espacios y territorios que antes estaban fuera de la zona de acumulación. Esta nueva “ola de despojos” se ha traducido en mayor actividad extractiva, lo que produce resistencias desde los territorios y una mayor conflictividad, represión y violencia por parte del estado transnacional. Es a lo que Robinson llama como “acumulación militarizada” o “acumulación por represión”.
Perú y Colombia, casos emblemáticos de violencia e impunidad
La violencia hacia las comunidades involucradas en conflictos en contextos extractivos procede principalmente del Estado mediante el uso de la fuerza pública. Sin embargo, no es la única ni la peor.
La presencia de actividades extractivas siembra una gran cantidad de intereses oscuros que pueden activar redes y grupos criminales en los lugares donde se sitúan. Se crea entonces un ambiente muy tenso y hostil hacia los defensores de la tierra. La impunidad imperante por los crímenes que se cometen empeora la situación. Cuando tiene lugar un crimen es difícil encontrar a los autores materiales e intelectuales.
Global Witness informó que en el año 2019, 64 de los 148 asesinatos de líderes ambientales sucedidos en América Latina, sucedieron en Colombia. “Es el número más alto jamás registrado en el país”. Además, la organización señala que el asesinato de los defensores del territorio ocurre en un “clima de persecución y amenazas” que “buscan infundir temor”.
“Defender los Derechos Humanos es muy difícil… y más en La Guajira, con el tema de la actividad extractiva del carbón”, diceJakeline Romero, indígena Wayúu integrante de la organización Fuerza de Mujeres Wayúu, un colectivo que también resiste a la expansión de la minería del carbón. “En nuestra organización hemos tenido que vivir muchas situaciones de violencia, pasando por las amenazas, estigmatización y señalamiento”.
Front Line Defenders dice que “el 44% de los ataques ocurridos entre 2015 y 2019 (en Colombia) se perpetraron contra personas defensoras que expresaron su preocupación por las operaciones de cinco empresas… El Cerrejón es una de ellas”. Esta empresa, además, tiene un convenio se seguridad con los batallones minero-energéticos.
En el caso de Perú, también se ha incrementado la represión en zonas en donde existe resistencia principalmente a actividades mineras. La situación es particularmente grave en el sur andino, una de las regiones con más concesiones mineras del país y donde se encuentra el llamado “corredor minero”, zona por donde se transporta el mineral para su exportación.
La mayoría de las empresas extractivas que tienen convenios de seguridad con la policía, explotan proyectos en zonas de alta conflictividad, incluyendo “corredor minero”. En esta zona, en la provincia de Espinar, se encuentra la mina de cobre, oro y plata Antapaccay, de propiedad de la transnacional minera Suiza Glencore y que se encuentra constantemente militarizada producto de los “estados de emergencia”, una figura normativa que suspende los derechos de las comunidades y las protestas pese a los impactos ecológicos de las minas sobre el agua, el suelo y el aire. Se han encontrado elevadas cantidades de metales pesados en las muestras de sangre de docenas de adultos y niños en estas comunidades.
En 2012, una declaratoria de huelga eneral y bloqueo de caminos derivó en la intervención policial que dejó 3 personas muertas, decenas de heridos y varias detenciones arbitrarias. Después de este conflicto, la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú (CNDDHH), denunció la existencia de un convenio de seguridad entre la policía y la empresa minera y que durante la huelga la policía utilizó las instalaciones de la empresa como “base de operaciones” y centro de detención en donde se produjeron torturas a activistas de derechos humanos.
Los últimos conflictos graves en Espinar se produjeron entre julio y agosto de 2020. La población nuevamente exigió que se atendieran sus demandas en cuanto a salud y medio ambiente, además del pago de 1.000 soles (unos 265 dólares) para lidiar con la crisis económica asociada a la pandemia. Los recursos debían provenir del llamado “convenio marco” entre la empresa y el municipio por el que se estipula que el 3% de las ganancias de la actividad minera se destinen a proyectos de desarrollo de la provincia. Ante la negativa de la empresa, que es la que administra los recursos del convenio, la población salió a protestar y fue reprimida por la policía.
La CNDDHH reportó 3 heridos por impacto de bala, 6 heridos con perdigones y varios heridos por golpes y contusiones. La CNDDHH acusó a la Policía de haber sometido a actos de tortura y tratos inhumanos y degradantes a las personas que protestaban. “A las personas las han torturado, las han amenazado de muerte, les han rociado combustible en el cuerpo, y han amenazado con quemarlos. También hay testimonios de que algunas mujeres han sufrido tocamientos indebidos”, señaló Mar Pérez, abogada de la CNDDHH.
Los “estados de emergencia y de excepción” son un patrón de abuso normativo que se repite en la región. Esta situación es utilizada por el Estado para militarizar territorios y suspender los derechos constitucionales, infundiendo miedo en la población y permitiendo el desarrollo de actividades extractivas con mayor facilidad. “Estos mecanismos han configurado un método eficiente de desmovilización de las poblaciones que protestan”, afirma el Centro de Documentación e Información Bolivia (CEDIB).
Estas situaciones de conflictos y represión en contextos extractivos también derivan en procesos de “criminalización de la protesta social”, mediante la detención y enjuiciamiento de líderes sociales bajo tipos penales forzados y ambiguos, como terrorismo, sabotaje, asociación ilícita y extorsión.
Después de las protestas de 2012 en Espinar, el estado enjuicio a 3 líderes sociales por cargos de instigación y otros tipos penales. El juicio duró más de 8 años, y en el proceso los afectados tuvieron que enfrentar el gasto de recursos económicos y de tiempo, pero además los impactos psicológicos, familiares y sociales. Rodrigo Lauracio, de Red Muqui, señala que en algunos casos estos procesos son impulsados por empresas y en otros directamente por el Estado. “Busca prevenir futuras protestas sociales e intimidar a las organizaciones que cuestionan los proyectos extractivos”, dice.
Conceptos como “seguridad nacional, orden público y protección de activos críticos del Estado”, entre otros, se han utilizado para justificar la subordinación de las fuerzas de seguridad del Estado, tanto la policía como el ejército, a los intereses de las empresas extractivas”, explica CEDIB.
Existen otras formas de abuso más sutiles que se reproducen en contextos extractivos, como el descrédito de organizaciones y líderes sociales. Las organizaciones y personas que lideran la resistencia con frecuencia han sido calificadas de “enemigos del Estado, enemigos del desarrollo y terroristas” a aquellas personas y organizaciones que lideran procesos de resistencia territorial. Este tipo de calificativos no solo estigmatizan, sino que propician la creación de una atmósfera tensa de violencia que puede derivar en consecuencias fatales para los afectados, principalmente en países en cuyo pasado han existido conflictos armados internos, como Perú y Colombia.
Este tipo de ataques y discursos provienen generalmente de representantes del Estado, pero también se encuentra instalada en las fuerzas represivas, cuya formación está basada en la lógica del “enemigo interno” que debe ser destruido. Esta lógica no respeta la protesta social como un derecho ni como un ejercicio ciudadano legítimo y democrático.
Rodrigo Lauracio señala que este discurso también lo repiten los grupos sociales dominantes y los medios de comunicación, quienes apuntan que las personas que rechazan las actividades extractivas no quieren el desarrollo del país. Esto llevó a “mucha gente a asumir una posición extractivista y dejar de cuestionar los impactos y violaciones de derechos humanos”. “Se naturalizan la violencia, los estados de emergencia, el extractivismo”, concluye.
Por si fuera poco, el ejercicio de la violencia por parte del Estado y estas formas de abuso, están cargadas de racismo. Durante los conflictos en Espinar del año 2020, la abogada de la Coordinadora de Derechos Humanos del Perú, Mar Pérez, señaló que “el uso de la fuerza policial ha sido reconocido a nivel internacional como marcadamente racista”, puesto que “el 70% de las víctimas del uso de la fuerza policial en manifestaciones son indígenas”, algo que ha generado críticas incluso en el Comité para la erradicación de la discriminación racial de la ONU.
Extractivismo y violencia desde la izquierda
Los ejemplos de Colombia y Perú sobre el uso de las fuerzas coercitivas del Estado, la criminalización de la protesta y otros abusos son patrones y tendencias que encajan en un patrón más amplio en América Latina de lo que Svampa denomina “ilusión desarrollista”.
Ecuador y Bolivia, por ejemplo, bajo líderes y gobiernos autodenominados de izquierda, realizaron avances muy importantes en la incorporación de derechos humanos y los derechos de la madre Tierra en sus normas constitucionales. Sin embargo, son dos países también han incorporado en sus estrategias de desarrollo una serie de proyectos relacionadas al extractivismo. Las consecuencias no han sido muy diferentes al resto de los otros países.
los otros países. “Estamos viendo un extractivismo tradicional neoliberal y un nuevo tipo de neoextractivismo progresista, donde el Estado juega un papel más activo en la captura del excedente y la distribución, que es legítimo, pero que produce los mismos impactos en el medio ambiente y los derechos”, explica Gudynas.
Uno de los casos que más llamó la atención en el caso de Bolivia es el conflicto del TIPNIS. En agosto de 2011, un millar de indígenas del oriente boliviano iniciaran una marcha de 400 kilómetros desde el oriental departamento del Beni hasta la sede de gobierno en La Paz. El objetivo era exigir la paralización de la construcción “sin consulta” de la autopista que debía atravesar el Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS), hogar de varios pueblos indígenas amazónicos. Las comunidades buscaban evitar la potencial incursión de actividades extractivas en esta reserva natural.
El gobierno había desprestigiado la marcha de muchas formas, ligándola a las ONG y otros grupos políticos. Finalmente el gobierno reprimió violentamente la marcha a 80 kilómetros de La Paz, ignorando inicialmente las críticas a nivel nacional e internacional que le hicieron desistir provisionalmente del proyecto.
En Ecuador, un conflicto en la Amazonía entre una empresa minera China y la comunidad Shuar atrajo la atención internacional. En la provincia Morona Santiago, comunidades de la Cordillera del Cóndor, rechazaron el proyecto minero de cobre a cielo abierto San Carlos-Panantza, de la empresa china Ecuacorriente. En agosto de 2016, cientos de efectivos policiales desalojaron violentamente a la comunidad Shuar Nankints de las tierras que la empresa china reclamaba como suyas. Como consecuencia, diversas organizaciones indígenas del Ecuador culparon al gobierno de promover la megaminería sin celebrar la consulta previa, libre e informada. Este fue el principio de otros eventos violentos que terminaron con la militarización de la zona.
Tanto en el caso del TIPNIS como el de la Cordillera del Cóndor, los gobiernos desprestigiaron públicamente a las comunidades e intentaron disolver las ONG acusadas de apoyar las movilizaciones con oscuros intereses.
Como en Colombia y Perú, las llamadas “zonas de sacrificio” se encuentran mayoritariamente en territorios indígenas a quienes a menudo no se consulta y contra quienes posteriormente se ejerce violencia.
Reformas, apoyo a las luchas y alternativas
La extracción violenta de materias primas es un patrón que se viene reproduciendo en América Latina desde la época de la colonia hasta hoy en día. Mientras que China ha jugado un rol fundamental en el periodo del neoextractivismo en la región, una gran parte de los recursos todavía se exportan a Europa y Estados Unidos.
Esta “carrera global por los recursos que quedan” ha generado grandes movimientos de resistencia que están siendo aplacadas cada vez con más violencia, pero que también se fortalecen e incluso crecen.
Un paso crucial para enfrentar el extractivismo es exigir a los estados que proporcionen la información necesaria tanto de las operaciones extractivas como de los sistemas de seguridad diseñados para su protección. Estas protestas y demandas de información pueden ser elevadas a los sistemas internacionales de derechos humanos del cual nuestros países forman parte.
Además, existen instrumentos internacionales e importantes instrumentos y antecedentes en la defensa de los derechos humanos, territoriales y ambientales a los que se puede recurrir. En 2011, por ejemplo, la Asamblea de la ONU se pronunció en contra de la utilización indebida de leyes sobre seguridad y lucha contra el terrorismo para atacar defensores de derechos humanos. En 2013 el Consejo de Derechos Humanos de la ONU afirmó que las leyes nacionales deben facilitar la labor de las y los defensores en lugar de criminalizarlos y estigmatizarlos. En 2019 el Consejo reconoció la contribución de los defensores del medio ambiente y destacó la importancia de su aporte para enfrentar los efectos del cambio climático y conservar los ecosistemas. Además, exhortó a los estados garantizar la “participación de las comunidades en las decisiones que afectan sus derechos y territorios, superar la impunidad en los casos de violaciones de derechos de los defensores y defensoras ambientales, y expedir normas e implementar políticas de protección”, como la consulta previa.
Otra importante herramienta que acaba de nacer es el Acuerdo de Escazú “sobre Acceso a la Información, Participación Pública y Justicia en Materia Ambiental en América Latina y el Caribe”. El acuerdo está firmado por 24 países y ratificado por 12, y podría mejorar el acceso de las comunidades a la información sobre las actividades extractivas que las afectan. Sin embargo, será un desafío lograr una aplicación efectiva de este acuerdo, dado que ya existen otros acuerdos, como el Convenio 169 de la OIT, que son frecuentemente ignorados.
Una estrategia paralela es reclamar la reforma o abolición de los aparatos represivos del Estado. En Colombia, muchas organizaciones proponen la disolución del ESMAD. Incluso la oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) ha denunciado los abusos del ESMAD y solicitado su reforma. También se ha cuestionado con fuerza la existencia y el rol de los Batallones minero energéticos. En Perú, las organizaciones trabajan para demostrar la “inconstitucionalidad” de los convenios entre la policía y las empresas extractivas. También existen propuestas para reformar los códigos penales e incluso la Constitución, para que se deje de utilizar tipos penales de manera forzada para enjuiciar a líderes sociales.
El papel de estos servicios de seguridad se ha puesto de relieve aún más con los recientes conflictos en Perú (noviembre de 2020) y Colombia (abril / mayo de 2021). En Colombia, Temblores había reportado 1.708 casos de abusos policiales hasta el 5 de mayo de 2021 mientras continuaban las protestas anti-Duque ante la generalizada violencia estatal. En estos casos, las organizaciones de derechos humanos han pedido reformas una vez más, desde la eliminación de las leyes que protegen a la policía en Perú hasta la disolución de la ESMAD en Colombia.
Una propuesta de carácter estructural que toma fuerza es la de atacar el sistema que genera el círculo vicioso del extractivismo y la violencia que la acompaña. El modelo de desarrollo “extractivista” ha sido ampliamente criticado en las últimas décadas y una diversidad de organizaciones trabajan en la generación de alternativas. La exacerbación de la violencia asociada al extractivismo hace evidente la crisis sistémica en la que se encuentra el modelo capitalista transnacional y los límites ecológicos que tiene la Tierra. En ese sentido, es una buena oportunidad para pensar en la construcción de un nuevo sistema civilizatorio.
Estas propuestas van desde abogar por transiciones energéticas justas, cambiando la matriz productiva, hasta rescatar y articular las experiencias de las comunidades que viven a partir de sus conocimientos ancestrales sobre la tierra. Otras propuestas para frenar las actividades extractivas impulsadas por las comunidades han surgido de las consultas y asambleas populares que se han desarrollado con éxito en Colombia, Ecuador, Argentina y otros países.
Mientras tanto, es importante apoyar las resistencias en primera línea, crear redes de auténtica solidaridad para denunciar constantemente lo que sucede en los territorios y el rol que juegan las empresas transnacionales. En ese sentido, es importante desmontar el blindaje internacional que protegen a las empresas, como el sistema Arbitraje de diferencias inversor-estado (ISDS por sus siglas en inglés) contemplado en los acuerdos comerciales y de inversión.
Las empresas transnacionales siempre juegan a “el ganador se lo lleva todo”. No se hacen responsables por los conflictos que generan, ya que pueden rehuir la justicia nacional con facilidad, chantajear a los gobiernos, o simplemente son tan poderosas que no se les puede poner un dedo encima. Es por eso que es muy importante exigir mayor escrutinio internacional de sus actividades para que rindan cuentas por sus actos. En ese sentido, debemos seguir apoyando la construcción de un instrumento internacional legalmente vinculante para empresas transnacionales en materia de Derechos Humanos que obligue a las empresas a respetar los derechos humanos y a reparar a las comunidades afectadas. El Tratado Vinculanteque se negocia en la ONU será una herramienta fundamental para que las comunidades que resisten y denuncian los impactos de las empresas transnacionales tengan una forma de protección y una vía internacional efectiva para acceder a la justicia ante los impactos en sus territoritos y ecosistemas.